La violencia acá.
Héctor Manuel Popoca Boone.
En este lugar se reconfirman y concretan los postulados del instinto de muerte que describió Sigmund Freud en la primera mitad del siglo pasado sobre la dualidad psíquica del ser humano que gira en torno a Eros (vida) y Tánatos (muerte).
Vamos a hablar de la guerra enconada y no declarada, bestia salvaje y feroz, sin rostro, devoradora implacable del ser humano. Aparece como parida por el averno, cual depredadora siniestra, apareada con la crueldad que puede dar la impunidad.
Voraz e insaciable, se convierte en todo un peligro inmanejable para la sociedad, porque la vida se torna no vida, persecución, paranoia y desesperación cotidiana que enloquece a cualquiera por el miedo a ser engullido, aniquilado.
La atmósfera violenta deja a la sociedad con un amargo sabor a parca, a putrefacción, semejante a la caída en un insondable abismo. Desafío y afrenta, cargados de sadismo que asombra, indigna y termina por pasmarnos y paralizarnos.
Brutalidad que adopta formas, intensidades y dimensiones para las cuales no estábamos preparados y todavía no tenemos una explicación. Y nadie nos la quiere dar. Y jamás nos la daremos porque no es de extraviar nuestra nobleza humana.
No alcanzamos a comprender las nuevas formas de salvajismo sin límite hoy exhibidas. Drama violento que nos indica el fracaso de lo propio de nuestra esencia como seres pensantes, para dar paso a la disolución de los límites y las reglas, de la ley colectivamente aceptada. En pocas palabras, de la civilidad.
La muerte del otro y la muerte propia, bajo la sombra regresiva y odiada de la persecución generadora de ese temor soterrado que a veces se convierte en pánico que aturde, atonta y nos abruma con una carga de impotencia total y una angustia desgarradora.
Este aquelarre se ha vuelto una pesadilla cotidiana. La crueldad y la violencia van al alza, llegando a límites que desbordan hasta la capacidad de comprensión; retando cínicamente a la razón y al sentido común.
El yo se descubre como un yo quebrado, herido, sangrante, afrentado y humillado de manera despiadada hasta la indefensión; un yo que intenta remediar sus pérdidas sin saber de qué manera y con quién hacerlo. Tal parece que carecemos de una dignidad indignada.
El enemigo se torna irrepresentable y por ende inidentificable, aparece desde lo siniestro y oscuro al esconder su parecido y conducir a la sociedad civil al sufrimiento extremo cuyo único recurso defensivo es el repliegue sobre sí misma, a un viraje al silencio aparentemente consolador que crece entre los lamentos desoladores de infinitos deudos. Resguardarse, callar y no opinar, tal es la consigna que corre de voz en voz; de casa en casa.
¿Quiénes son esos grupos que se enfrascan en una lucha a muerte con muertes colaterales de indefensos civiles, enseñoreándose de nuestra tierra para infligir dolor a víctimas inocentes, usufructuando un poder inconmensurable que les provoca goce perverso y una barbarie omnipotente?
Vivimos una eterna opresión ante los disparos, estallidos, gritos, rumores y sirenas. Pero sobre todo, ver rostros desencajados alrededor de charcos de sangre joven.
Voces y movimientos confusos, amenazantes y por tales inhibidores. Palabras, actitudes y conductas ininteligibles. Ecos de pasos que van y vienen, terror y confusión Alaridos entre pilas de cadáveres acumulados. Descuartizamientos y desollamientos. Letreros abominables. Llamadas telefónicas punzo cortantes. Horror que provoca el terror. Intranquilidad y exasperante sensación de indefensión. Ahora, ni siquiera podemos perder la vida con altivez.
Sólo quedan traumas de muy difícil reparación provocados por mentes enfermas que carcomen lo que nos resta de humanidad. Con todo esto, de manera taladrante y subrepticia, corre el dolor bajo una cuerda deshebrada de inestabilidad e inseguridad social a causa de gobiernos difuminados y evasivos. De forma ineludible aparece, abrupta y cruda, la herida en lo hondo de la comunidad; desbordando toda posibilidad de representación simbolizada. Nos damos a un abandono y mutismo que a la postre será fatalista.
Las voces de miles de ciudadanos aún es débil susurro ante la estridente mortandad de otras decenas de miles. ¿Llegarán por nosotros? Lo que no podemos hacer es abandonarnos sin resistencia alguna al curso de los sucesos. Perder la orientación vital significa que todo nos de igual. La apatía generalizada desemboca en una especie de muerte emocional.
PD. Artículo elaborado a partir de recrear textos de José Cueli, Víctor Frankl y con la motivación solidaria hacia Juan Angulo en la hora del rencor exacerbado.