Héctor Manuel Popoca Boone.
En la parte final de su
estancia reporteril en Etiopía (1963), el periodista R. Kapuscinski entrevistó
al ex Gran Consejero Imperial, cuya reflexión inicial fue: No hay que perder de
vista que el palacio era un nido de altos funcionarios mediocres y que éstos,
en momentos de crisis, siempre eran los primeros en perder la cabeza y lo único
que les importaba era salvar el pellejo. La mediocridad se convierte en algo
muy peligroso pues al sentirse amenazada se vuelve implacable e impredecible.
Empiezan las arbitrariedades y las represiones populares.
Yo aconsejaba a mis
compañeros de la corte que no había que marearse tanto con el poder conferido
por nuestra “Magnánima Majestad”, porque no era para siempre, sino hasta que él
lo determinara. Que el poder no nos convirtiera en personas cuadradas, engreídas
y soberbias; porque tarde que temprano volveríamos a ser simples ciudadanos y el
no tener conciencia de eso, después nos haría sentir desnudos, al grado de no querer
salir a caminar por la calle sin escolta, sin chofer y sin aura imperial.
Las muertes, el hambre,
en la ciudad y en el campo, la simulación y las mentiras en palacio, hicieron
que viviéramos en la infamia, en la ignorancia crasa y en la barbarie
premeditada. Algunos que éramos hombres de palacio estábamos avergonzados de lo
que ocurría, nos daba pena nuestro país, más, sin embargo, nada hacíamos por
enmendar dicha situación porque corría peligro nuestra privilegiada estabilidad
económica y social. Otros consejos eran hacerles ver la conveniencia de
cultivar la cualidad de saber esperar, de mantener la discreción, la silenciosa
reserva y la circunspección. Si uno no posee esa resignación paciente y sumisa,
en espera de la oportunidad para crecer y ascender, aun cuando fuera al cabo de
unos años, podría trastocarse fácilmente la carrera política personal, por la
desmedida avidez de poder y dinero demostrada.
Haciendo memoria, el ex
consejero principal imperial aseveraba que tal era la corrupción y la impunidad
imperante, que la normalidad, lo común, consistía en robar el dinero del
pueblo; mientras que el no hacerlo era una deshonra y torpeza, el no robar se
veía como una cierta deformidad, una discapacidad, una impotencia penosa y
digna de conmiseración.
Los del ejército imperial,
sabedores de su importancia para mantener el endeble orden social, cada vez más
le exigían a nuestro “Todo Poderoso Soberano” canonjías y dinero. Así empezó la
rapacidad y el descaro de los generales y comandantes de la policía. Olvidándose
que los privilegios corrompen y que la corrupción, a su vez, mancha el honor
del uniforme. Otra cosa era la vida precaria del soldado raso o el mando de
rango inferior al interior de los cuarteles. Eran carne de cañón en reserva.
Error grave y grande fue
que los que estábamos arriba no veíamos la gravedad de lo que estaba sucediendo
abajo. La destrucción del Imperio no se debió a los que tenían mucho ni a los
que tenían nada, sino aquellos que tenían un poco y con hijos con cierta
educación. Los muertos fueron los jóvenes que ofrendaron su sangre para que
cobráramos conciencia que el mundo que les dimos no era el que ellos deseaban. A
la vista estaba que el derrumbe del Imperio se produciría con un suceso de lo
más insignificante, una minucia, una tontería de nada, que a su vez
desencadenaría una revolución y una guerra civil.
En una sociedad tan
abrumada por la miseria, privaciones y penalidades, como era la del Imperio, nada
actuaba con más elocuencia sobre la imaginación, nada provocaba más ira, más
indignación y más odio que una imagen de la corrupción y de los privilegios de
la élite imperial, que se movía con la arrogancia, altivez y seguridad de
saberse impune. Así finalizó el visir su testimonio.
PD1. Si es inminente tu
caída, trata que sea una caída dirigida, controlada, porque si intentas
detenerla a toda costa puede ser causa de que sea más dolorosa. (Osínski y
Starosta. “Patinaje sobre hielo”)
PD2. Políticamente es
válido que el gobernante entrante repruebe la administración del gobernante
saliente para tomar adecuada distancia. Pero hágase con fundamentos y pruebas
fehacientes. Así lo demanda una democracia sana y transparente.