El emperador. (2).
Héctor Manuel Popoca Boone.
El
hombre se acostumbra a todo, siempre y cuando alcance el apropiado grado de
sumisión. (C. Jung).
El imperio etíope de Haile
Selassie duró 50 años. Los militares que tomaron el poder mediante una asonada le
fueron quintando gradualmente todas sus prerrogativas y poderes. A la vez,
fueron expulsando del palacio imperial a todos los que componían su corte para
perseguirlos, encarcelarlos o ejecutarlos.
El periodista Kapuscinzky,
con gran sigilo, por las noches y atravesando calles estrechas y oscuras de la
capital del país, entrevistaba a varios de los altos funcionarios escondidos
que colaboraron con “Su Suprema Majestad”. Entre ellos, platicó con el ex
primer ministro que, entre otras cosas le mencionó que en las alturas del poder
imperial nunca hacía calor, allí soplaban vientos gélidos y todos permanecían
encogidos y vigilantes, unos de los otros, para que el vecino no los empujara
al precipicio. Cuidaban de no hacerle sombra a la luminosidad del “Insigne Señor”
aun cuando fuera brillante el funcionario porque más temprano que tarde
prescindiría de él. El emperador prefería tener malos colaboradores, le gustaba
que el contraste lo hiciera sobresalir a la par que su corte palaciega
demostrara una incondicionalidad a toda prueba.
La vileza y la mezquindad
eran condición para el ascenso; eran éstos y no por otros rasgos de carácter que
el Monarca escogía a sus favoritos, para concederles honores y privilegios. La
condición para permanecer cerca del emperador era rendir culto a su persona y
el que permitía que decayese su entusiasmo y no se mostraba tan solícito a la
hora de practicar dicho culto, perdía su lugar, quedaba apartado, desaparecía. No
tener cargos o responsabilidades dentro de palacio era equivalente a no ser
nadie. Dejaba uno de existir, convertirse en un zombi o un muerto en vida. Ser
hombre del palacio era ser importante, destacado, mencionado, decisivo,
influyente, respetado y escuchado.
Lo repugnante en las
ceremonias públicas donde iba a estar “Su Venerable Majestad” era la lucha interna
y soterrada de su séquito. Todos querían estar cerca del emperador en el
presídium en los diferentes eventos públicos y entre más cerca estuvieran de él
mejor. El funcionario más importante era aquel que accedía con más frecuencia a
la oreja del “Augusto Señor” y no tenía que ser necesariamente integrante de su
primer círculo de colaboradores.
Por la oportunidad de
hacerse ricos, la mayoría de los colaboradores, empresarios y amigos del “Elegido
de Dios”, no les nacía otra cosa más que cultivar la lisonja, el servilismo y
la esperanza de conseguir más contratos, oportunidades, favores, a cambio de servirle
con mayor sumisión.
Lamentablemente algunos funcionarios que, por ambición y
voracidad desmedida, o por el afán de quedar bien con el emperador, en lugar de
ir aumentando los impuestos al pueblo dosificadamente, en pequeñas cantidades,
pusieron todo en un enorme y nuevo costal sobre las espaldas populares de
manera burda y ruda, provocando el inicio de revueltas sociales. Lo subversivo
fue que llegó un momento en que había miles de personas muriendo de hambre en
medio de mercados y tiendas repletas de comida.
El alto ex jerarca
imperial dio por terminada la conversación con estas palabras: Todo mundo lo
sabía en palacio, pero a la vez todos lo trataban de ignorar, que afuera no
había más que ignorancia, barbarie, humillación, vejaciones, despotismo,
satrapía, explotación y desesperanza.
PD1. Recomendable es que
antes de inaugurar el faraónico edificio público sustentable, de la Av. Costera
de Acapulco, se rindan cuentas públicas sobre las múltiples irregularidades detectadas
en la construcción del inmueble.
PD2. El PRD perdió toda
autoridad moral al reiterar en diversas ocasiones durante la pasada campaña
electoral que no tenían que pedir perdón de nada ante la barbarie acaecida en
Iguala.
PD3. No se vale hacer
adquisiciones gubernamentales millonarias a una empresa que proporciona
domicilio apócrifo.
PD4. Hago votos para que
todos enaltezcamos el ejercicio de la política. La ética y el pueblo lo exigen
y merecen.
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