Héctor Manuel Popoca
La democracia no es un
decreto múltiple de felicidad, como asienta Eduardo Robledo Rincón en su libro:
Poder, ¿para qué? Sobre todo, cuando su acceso va cargado de las
exigencias de una ciudadanía esperanzada, que reclama acciones y resultados inmediatos.
Por eso, hay que caminar hacia una nueva práctica gubernativa eficaz, donde el poder
esté al servicio de la causa ciudadana y sea manejado con humildad y sencillez.
El gobernante que accede al
poder para administrar la cosa pública puede ir más allá; puede trascender su
circunstancia en función de su capacidad para innovar en su actuación, identificando
la génesis de los verdaderos problemas que irritan colectivamente a los
gobernados. Por ejemplo, ingobernabilidad, inseguridad, desigualdad e
injusticia, entre otros, son obstáculos que cuestionan la capacidad para
dirigir al colectivo por una ruta adecuada en la consecución del bienestar y
paz a corto plazo.
Para hacer viable una agenda
para el cambio se requiere sumar fuerzas. De ahí la importancia de hacer
alianzas políticas hasta el límite que nos señalen nuestros principios y
valores ideológicos. El ceder y negociar en lo secundario para avanzar en lo
sustantivo se vuelve destreza clave en el proceso del ejercicio y
administración del poder; para así convertir la energía social en instrumento transformador
dentro de un escenario nacional que exige mayor visión, compromiso y
transparencia. Estamos en una situación de retos y desafíos de un mundo
globalizado más cambiante que en otros tiempos; tanto para bien como para mal.
“Ahora los gobernantes no
pueden hacerlo todo y solos”; no hay cabida para gobiernos autoritarios,
verticales y poco interactuantes con las organizaciones civiles. Cualquier
decisión o propuesta en la democracia tiene que conciliarse y negociarse
civilizadamente. Se requiere construir consensos con diferentes actores sociales,
económicos y políticos antes de llevarlas a cabo. Quedaron atrás las hegemonías
y las prepotencias. La transformación democrática de la sociedad solo se hace
con la participación de la mayoría del pueblo.
El poder, en un
contexto democrático, hace irremplazable la necesidad de que las agendas de los
diferentes actores políticos se tomen en cuenta, según el peso político específico
que tienen sus protagonistas. La responsabilidad de un gobernante es ser incluyente
y proceder a la articulación, para así lograr la cooperación de todos en la
consecución de los fines comunes.
El prometer en política,
entusiasma; el no cumplir, desacredita. Una cosa es acceder al poder y otra es
aplicarlo, su realización debe de ser de tal manera que los ciudadanos tengan la
certeza que habrá progresos importantes en la solución de sus ingentes problemas.
En las últimas tres
décadas los gobernantes y sus equipos de trabajo arribaron al poder con el
propósito del gozo personal y del disfrute de los privilegios que de él se
derivan y que van desde los económicos y políticos hasta los meramente egocéntricos
que motivan la rapaz participación en la política.
En ese marco, el poder
se entiende para muchos gobernantes y políticos como una unión de falso
prestigio, de mando sobrevaluado y obtención de canonjías de toda naturaleza. Un
gobierno con ese tipo de políticos será un gobierno mediocre, sin altura de
miras o rumbo. A los más, podrá hacer obras y acciones buenas de pequeña
envergadura, pero no serán de trascendencia.
Hay procesos
gubernamentales donde es perentorio socializar su operación; en virtud de que la
unilateralidad genera poca credibilidad y escaza participación popular. Hay que
insistir en que la democracia en sí misma no da resultados positivos inmediatos
y es un sistema de gobierno exigente, en lo mucho y en lo pronto.
PD. Reconozco la
deferencia del presidente de la comisión de presupuesto y cuenta pública del
congreso local, Alfredo Sánchez, para invitarme a participar como asesor en la
misma; en el mismo tenor al Dr. Víctor Villalobos Arambula, futuro secretario
de la SAGARPA, en su equipo de transición.