Héctor Manuel Popoca Boone.
Con la información política
que proporciona el Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador,
podemos confirmar que en los anteriores gobiernos federales, estatales y
municipales –con sus raras excepciones- estuvo presente la deshonestidad pública
como sistema gubernamental. Fue usada en forma generalizada y concurrente, con
alta frecuencia y complicidad.
Los sexenios neoliberales que
hemos padecido datan hace más de 36 años y fueron pródigos en malas artes y
grandes desmesuras del erario público, desviado y apropiado para la creación de
fortunas individuales y empresariales, raras veces antes vistas en nuestra
historia nacional.
La corrupción sistemática fue
utilizada como estilo de gobierno para doblegar voluntades, congraciarse adeptos,
neutralizar opositores, así como para comprar consciencias, líderes políticos,
luchadores sociales y grupos empresariales. Además, fue práctica común usarla
para torcer y parcializar leyes.
La apropiación privada del
erario público fue la vía socorrida para obtener recursos económicos con la
finalidad de preservar el poder político dentro de una estabilidad adocenada.
Así fue cimentaba la paz social. No en balde AMLO ha repudiado públicamente la corrupción
y el pillaje.
Aún con una vulnerable democracia
se ha logrado por fin crear las condiciones y circunstancias que permitan
erradicar la corrupción, dentro de la gobernanza en que actuamos, así como de
su reiterada recurrencia y magnitud. Los gobernantes, en y después de gobernar,
y los altos funcionarios públicos, en y después de administrar la cosa pública,
quedarán sujetos a la rendición de cuentas y a la entrega de resultados, con el
objeto de constatar su conducta lícita en el uso del dinero institucional. Pero,
sobre todo, al volver punitiva en la realidad lo que antes se salvaguardaba en la impunidad.
La voluntad de AMLO es borrar
del mapa de la actuación política y de la administración pública la deshonestidad;
que es el cáncer que carcome en forma profunda y prolongada el quehacer
gubernamental de nuestro país. A tal grado alcanzaron los niveles de
sofisticación las relaciones entre corruptores y corruptos que las leyes en la
materia fueron modificadas poco a poco a modo, para eludir irresponsabilidades
y deshonestidades cometidas.
Hoy tenemos conocimiento
pleno del cúmulo de medidas perversas usadas para las adquisiciones, la construcción
de obras públicas y la prestación de servicios especializados a través de
prestanombres y de las cotizaciones previamente concertadas dentro de los
concursos de licitación pública con costos inflados o por asignación directa;
con cualquier argumento para hacerlo. Últimamente salió a relucir la
proveeduría amañada y corrupta de medicinas en el sector gubernamental de la salud,
por ejemplo.
En el apogeo de la
deshonestidad institucional de antaño, surgieron las llamadas empresas
“comercializadoras”, constituidas de último momento y cuyo funcionamiento es la
intermediación innecesaria para venderle al gobierno una miscelánea de productos
a precios alzados; o bien, en el caso de construcción de obra o servicios, la
subcontratación.
Ejemplos fehacientes en el
gobierno de Peña Nieto fueron los contratos dados a la empresa corporativa
transnacional de triste memoria, Oberdrech, y la operación denominada “La Gran
Estafa,” donde la SEDESOL federal usó a ciertas universidades públicas para
otorgar dinero a terceros, que eran sub-contratados para nunca dar los productos
o servicios convenidos.
Los gobiernos panistas no se
quedaron atrás con la rápida obsolescencia provocada deliberadamente de las
plantas petroquímicas de PEMEX para hacernos más dependientes de la importación
de las gasolinas. ¡Entreguistas que fueron algunos!
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