Héctor Manuel Popoca Boone.
Oiga, el muchacho que está leyendo, ¿es
disléxico? No. Es de México.
Desde la independencia nacional, los diversos
gobiernos que hemos tenido se debatieron entre el modelo constitucional de una república
federalista liberal (reflejo de la instaurada en los Estados Unidos de
Norteamérica) o de una república centralista conservadora (reflejo de la establecida
en Francia). Triunfante la versión sajona en nuestro territorio nacional, nos
constituimos en un conjunto de estados soberanos, unidos bajo un pacto federal.
Los liberales argumentaban que el tipo de gobierno federal de México sería más versátil,
flexible y moldeable, porque se ajustaba mejor a las características
diferenciadas de los estados que integraban la república recién conformada.
Los conservadores y/o centralistas esgrimían que era
mejor que nos aglutináramos en torno a un solo gobierno hegemónico, cuasi
monárquico, con jefes departamentales o provinciales designados centralmente. La
razón de su existencia la sustentaban en que, dada nuestra vastedad, diversidad
y abrupta orografía, solo bien unidos y compactados podíamos enfrentar nuestro
destino; sobre todo con el vecino del norte.
La revolución de 1910 parió una república hibrida en
su funcionamiento: en teoría hemos sido federalistas liberales, pero en
nuestros estilos de gobernar somos centralistas con hegemonía de un solo poder:
el presidencial. Con atisbos caudillistas de algunos presidentes de la
República en turno, deseosos de trascender su sexenio gubernamental ya sea en
su propia persona o en interpósita. Después de Plutarco Elías Calles ninguno lo
ha logrado. Sin embargo, el actual período del presidente de la República
actual, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), se ha caracterizado por tener
fuertes rasgos centralistas, propios de un gobierno conservador, cuya característica
es ser muy centralista y acaudillado por su propia persona en lo individual.
Cuando llega la era del presidencialismo de civiles -y
aún antes- empiezan a conformarse estructuras gubernamentales, desconcentradas,
autónomas y descentralizadas del núcleo principal gubernamental. Ese proceso
lento pero firme, llevó varios sexenios realizarlo y se le denominó:
federalización de nuestras instituciones gubernamentales. Bajo la consigna de
que a los problemas locales se les debe de dar una respuesta local y especifica,
así como dar resultados ahí donde se generan, en forma rápida, suficiente y
expedita.
Con los años de relativa paz y desarrollo, se fortalecieron
el sector paraestatal y los órganos autónomos federales hasta llegar a los
fideicomisos operativos para actividades específicas. Esto no quiere decir que estos
procesos no estuvieran sujetas a fenómenos deformadores burocráticos que
afectaron a algunos de ellos en su operación, a saber: obesidad laboral, desvío
funcional, corrupción, ineficiencia o nulidad en resultados.
Toda esa estructura que gira semiautónomamente al
aparato central gubernamental, ha demostrado ser necesaria y útil para el
desarrollo de nuestro país; muchas de esas instancias fueron vitales para apuntalar
el lento avance que tenían diferentes áreas de nuestra actividad institucional,
económica y social. Los efectos de su desmantelamiento sin ton ni son, los
veremos en el corto plazo. Al tiempo.
Lo que enardece a AMLO es que no puede controlar y
someter a su particular designio mesiánico a esas entidades porque actúan con
dinámica propia y en armonía con buena parte de la sociedad política, empresarial
y laboral del país. Por lo que aparte de no autorizarles los mínimos recursos
presupuestales para su sana operación, hoy pretende de plano, desaparecerlas;
haciendo patente un desconocimiento supino de su operación estratégica en una
administración pública que se precie de ser moderna y eficiente. Revisión sí;
supresión indiscriminada, no.
Liberal por fuera y conservador por dentro, AMLO, desea
la concentración y subordinación total a su persona de los poderes institucionales,
el debilitamiento de los contrapesos constitucionales, el apabullamiento
maniqueo de la pluralidad y la descalificación de la libre expresión; además de
cultivar y expandir una militarización anticonstitucional sin precedente en la
época moderna del país; mientras que la delincuencia simple y organizada hacen
de las suyas en forma muy empoderada, en un país en donde a la mayoría de sus
ciudadanos fueron convertidos en una gran masa de pedigüeños, inertes e inermes;
coartando así el accionar con libertad.
AMLO trató de enmendar los defectos de la
administración pública con un mal mayor. Trata de tirar el agua sucia
gubernamental no solo con la bañera sino hasta con los sujetos objetos de
limpia y cuidado. A guisa de ejemplo, iniciando su sexenio, AMLO intento
desaparecer al SENASICA (organismo regulador de las sanidades agropecuarias a
nivel nacional) aduciendo que resultaba costoso y no servía para nada.
Solamente lo paró en seco, la advertencia del Gobierno de los Estrados Unidos
de no permitir la entrada a su país de frutas, verduras y carne, sino llegaban
debidamente inspeccionados y certificados. (Continuará).
porelrescate@outlook.com
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