Héctor Manuel Popoca Boone.
Sea como fuere, la recién agresión cometida al obispo
emérito, Salvador Rangel Mendoza, en la ciudad de Cuernavaca, Estado de
Morelos, lugar donde residía actualmente, no la puedo desligar de mi memoria
como tampoco sus valiosos comentarios vertidos a mi persona, a finales del año
de 2021, sobre su trayectoria como sacerdote franciscano y de su desempeño como
responsable de la Diócesis de Chilapa-Chilpancingo, en el estado de Guerrero.
Él siempre tuvo consciencia de lo que podía pasarle al
desempeñarse como pacificador y mediador entre las bandas de malhechores que
asolan la comarca; así como entre ellas y los dos últimos gobiernos estatales
que, digámoslo claro, se han desempeñado en forma por demás pasiva, inerme y
contemplativa; en el marco de una posible simulación frente a los grupos delincuenciales
organizados, como la cruda realidad nos lo ha dado entender en recientes años.
Pero no le importaba arriesgar su vida a cambio de
parar el torrente de asesinatos que a diario sucedían en la zona Centro y
Montaña Baja de Guerrero. Los pueblos de esas regiones no tenían libertad ni
seguridad para transitar por los caminos y carreteras vecinales. Había mucho
temor; lo sigue habiendo. Conculcada estaba, la movilidad de tránsito regional.
Las comunidades eran hostigadas y confrontadas entre
ellas mismas por los sicarios y sus autoridades comunales, divididas para así
mejor controlarlas. Las organizaciones criminales dotaban a sus seguidores de
armas de fuego. Incluso, presentaron públicamente niños armados. Eso causó por
varios días, nota periodística nacional. Predominaba la indefensión social ante
el poderío de la delincuencia y sus tropelías, sin mayor acción correctiva de
las autoridades correspondientes.
El primer apostolado del Obispo, Salvador Rangel Mendoza,
fue coadyuvar con su enorme autoridad moral a restaurar la paz en la región; para
seguridad y bienestar de las familias. Se echó andar por los caminos, sin mayor
compañía y ánimo espiritual que el ejemplo de San Francisco de Asís en la
búsqueda del diálogo con los “jefes de los lobos” que asolaban las poblaciones
de la comarca.
Para nuestra sorpresa, esa acción pastoral por la paz,
causó resquemor, molestia e irritación pública de los gobernantes estatales y
municipales; ya que, según ellos, el obispo se metía en asuntos que no le
competían. Como si aminorar la violencia y la consecución de la paz fuera ajena
a su intrínseca labor pastoral social. Los mandones del gobierno estatal lo
denostaron públicamente y quisieron descalificarlo, a como diera lugar. Con
ellos, sostuvo, en varias ocasiones, conversaciones ríspidas cuando el prelado
les trataba la posibilidad de establecer diálogo (que no pactos) dado el enrarecido
clima y la intensidad de violencia prevalecientes en ciudades y pueblos
ubicados en la zona centro de Guerrero.
Con el cambio de gobierno estatal y con los nuevos
gobernantes no hubo variación alguna sobre el trato de la violencia y de las
bandas delincuenciales. Con gran soberbia le respondieron al obispo que no lo
recibirían en audiencia; rectificando después, que siempre sí, pero como simple
ciudadano.
El par de gobernantes que actualmente padecemos, públicamente
afirmaron que no necesitaban dialogar con nadie; porque su nueva forma de
gobernar ya contaba con una estrategia propia de seguridad pública. Posteriormente,
el gobernante-senador -no menos célebre por sus bufonerías- también lanzó en
forma pública su filípica dirigida al obispo: “Hay que dar a Dios lo que es de
Dios; y a Cesar lo que es del Cesar”.
La irritación de la mafia del poder gubernamental en
Guerrero, de ayer (PRI) y los de hoy (Morena), fue mayúscula porque el Obispo
les estaba moviendo el “tinglado” y los supuestos arreglos de facto que ya tenían
de antiguo con los variados “chicos organizados” de la región, quienes se disputaban
el control territorial del obispado regional.
El Obispo no se inmutó ante la andanada de críticas
despectivas e inapropiadas que le endilgaron los del gobierno estatal y siguió son
su misión de tratar de establecer el diálogo entre los jefes de la malandrería
regional. Unos lo oían y mostraban anuencia; otros lo escuchaban y guardaban escéptico
silencio; otros de plano rechazaban cualquier posibilidad; diciéndole al
sacerdote que no tenía caso intentarlo ya que sabían que otros grupos tenían
tratos con algunas autoridades gubernamentales que les brindaba impunidad e
incluso una supuesta protección policiaca ante delitos realizados y que, por lo
mismo, nunca se resolvían. Los más prístinos espacios de conflicto eran y son: Chilpancingo,
Chilapa, la ruta del Rio Azul, Tlacotepec y Chichihualco, entre otros.
El Ejercito y la Guardia Nacional permanecían
inamovibles, a menos que hubiera alguna instrucción superior; solo estaban tomando
nota de todo lo que acontecía; contemplativos incluso ante los asaltos y actos
vandálicos a los recintos del poder ejecutivo estatal y del legislativo,
respectivamente.
En fin, el marco del acontecer cotidiano en estas
tierras del sur, ha sido el comportamiento de los gobernantes de Guerrero en la
última década; destaca la frivolidad del gobernante-senador-bufón
(transformador del zoológico “Zoochilpan” como reservorio alimentario de
mascotas y deshechos faunísticos de narcotraficantes) y, en general, es de
lamentar la conducta de los jefes de la mafia del poder pluri partidista de
Guerrero, que mantienen a esta entidad federativa sumergida en la peor de las
ignominias.
De lo que se trata es que, como marco contextual de la
infortunada agresión obispal, está “la paz narca” y los arreglos (de facto y en
lo oscurito) con las distintas bandas en el reparto territorial de la región
Centro de Guerrero y de sus actividades económicas, lícitas e ilícitas. ¡Uf!
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