Héctor Manuel Popoca Boone.
A pesar de que la
Constitución Mexicana del 1917 configura a nuestro país como una república
federalista constituida por estados soberanos con división de poderes para los
contrapesos pertinentes, en los hechos y en el devenir de varias décadas nos
desarrollamos como una república centralista con un poder ejecutivo dominante
frente a los otros poderes, legislativo y judicial.
La explicación de esta
contradicción entre un ordenamiento formal y una práctica gubernamental de
facto se debió en mucho a la necesidad imperiosa, políticamente hablando, de
tomar el control del país ante las fuerzas centrífugas post revolucionarias de
caciques militares regionales que imponían en los estados de la república su
propia ley y orden.
Con los años, el
crecimiento económico y social del país volvió cada vez más compleja la acción
gubernamental centralizada de la federación en materia de servicios e
inversiones públicas a lo largo y ancho de la nación. Un ejemplo claro en
Guerrero era la presencia de la Comisión del Rio Balsas que tenía mayor
presupuesto de inversión para el desarrollo regional que el gobierno estatal; o
el Fideicomiso Acapulco que disponía de más recursos federales para infraestructura
urbana que el disponible por el ayuntamiento de Acapulco.
Las secretarias federales
administraban directamente los programas para los sectores de educación, salud,
caminos, industria y campo, entre otros. Pero ese centralismo federal volvía
nugatorio el vigor constitucional de los estados y de los ayuntamientos para
gobernar. Provocaba también que el gobierno federal fuera un ente demasiado
obeso.
Fue en la época del
presidente, José López Portillo, que el gobierno federal adopta como política
pública el federalismo. Consistente en la descentralización paulatina a los
gobiernos estatales de facultades, programas y recursos; y de desconcentración institucional
que era la reubicación geográfica de oficinas administrativas federales en
diferentes entidades federativas.
Lamentablemente este
esfuerzo fue desvirtuado, porque buena parte de los gobiernos estatales no
estaban preparados para recibir las nuevas responsabilidades, ni los recursos
materiales, humanos y financieros transferidos. No hubo honestidad, capacidad y
eficacia en el manejo de los programas federales descentralizados. Pruebas
fehacientes son, por ejemplo, los desastrosos y endeudados sistemas de salud y
de educación estatales y el surgimiento de políticos y gobernantes, estatales y
municipales multimillonarios, resultantes de una impune corrupción sistemática
y desbocada.
Paralelamente, los
gobernadores empezaron a cabildear con los diversos secretarios federales para
sugerirles que los delegados fueran gente afín a ellos, sin importar la
capacidad técnica requerida. De esa manera podían orientar los recursos
federales para reforzar al grupo en el poder estatal y enriquecer sus bolsillos.
Ahí donde no había recomendados del gobernador, los delegados federales eran
designados desde el centro ya sea por recomendaciones o compadrazgos.
El colmo fue usar descaradamente
las delegaciones federales y los programas de inversión como instrumentos electorales
para comprar votos a favor del PRI. Los delegados se convirtieron en mapaches
políticos, como aconteció en las recién pasadas elecciones presidenciales,
donde miles de millones de pesos, personal y centenares de vehículos federales
se usaron para tal fin.
De allí que el virtual
presidente electo, López Obrador; necesita retomar el control perdido de las
delegaciones federales y enderezarlas para ponerlas al servicio del pueblo, por
medio de una reingeniería centralizada de la administración pública, con un
solo coordinador estatal federal, honesto y de alto perfil. Está por verse si
es lo adecuado, pero por los hechos corruptos acaecidos otorguémosle el
beneficio de la duda.
PD. El pueblo es el que
sale perdiendo cuando riñen dos niveles de gobierno. Es el caso patético de
Chilpancingo. No hay que confrontar, pero tampoco provocar.